domingo, 26 de junio de 2011

1756-63 GUERRA DE LOS SIETE AÑOS.


Francia vs Inglaterra, por el control del Canadá e India; y Austria, Rusia, Suecia y España a partir de 1762 vs Prusia, por el control de Silesia, al final gano la coalición Inglaterra-Prucia sobre la Francia-Austria. En los años siguientes al Tratado de Aquisgrán fue mucho más evidente que había sido una simple pausa y cómo las potencias estaban en bandos concretos no por convencimiento, sino por la coyuntura internacional. Los desacuerdos manifestados en 1748, junto con el rencor por los resultados, originaron la gran crisis diplomática conocida por la inversión de alianzas. Mientras María Teresa, muy descontenta por las cesiones, pretendía recobrar Silesia, la pugna colonial continuaba sin descanso. Por tanto, los cambios diplomáticos se debieron a propósitos de todos los Estados, plasmados en acciones simultáneas según se producían los acontecimientos. Francia constituía una pieza clave en este juego de intereses, su amistad con Austria desaconsejable, pues las cortes de Viena, Berlín y Londres mermaron su influencia en las redes diplomáticas. Y existía el peligro de aislamiento por la mala gestión de los asuntos exteriores por su cancillería. Ante tal situación debía parar el expansionismo ruso, recortar el prestigio de los Habsburgo en el Imperio y relegar al segundo plano el papel de Gran Bretaña en Europa y Ultramar. Caja de resonancia de las discordias europeas, las fricciones coloniales no cesaron con la firma de la paz y el tratado de 1748 parecía lejano y sin validez, consecuencia de las negociaciones diplomáticas ajenas a los asuntos comerciales en las propias áreas de intercambio. Cualquier combinación de alianzas tendría un efecto eco a escala mundial. De manera casi unánime se ha establecido que el principio de las mutaciones estuvo en el acuerdo británico-ruso de septiembre de 1755, por el que Rusia manifestaba su oposición a Prusia por medio de un acercamiento al bando enemigo. Jorge II también buscaba desde el fin de la contienda austríaca una garantía militar para Hannover e inició un fructífero diálogo con María Teresa. Fue entonces cuando Newcastle se dirigió a Rusia, la otra potencia en el Este, y firmó el Tratado de San Petersburgo. La seguridad del Electorado implicaba la invasión por Rusia de Prusia oriental en caso de conflicto con Gran Bretaña. Este acercamiento tampoco afectaba a la amistad con Austria, muy al contrario, completaba la red diplomática. Federico II,  que había rechazado las propuestas de Londres un año antes porque se hallaba en conversaciones para la renovación de la alianza con Luis XV, se apresuró a ofrecer cuantas garantías deseara el Reino Unido si quedaban salvaguardados sus Estados frente a la intervención de la zarina Isabel. Las negociaciones desembocaron en el Tratado de Westminster, en enero de 1756, por el que Prusia penetraba en la red aliada británica. Aunque daba la impresión de un acuerdo precipitado, en realidad fue el resultado de estudiados proyectos internacionales. Ante tal situación, no cabía duda de las importantes consecuencias del tratado y, a pesar del desconcierto inicial, las cancillerías se mantuvieron expectantes a la espera de la reacción francesa y rusa. Versalles rompió sus contactos con Berlín y entabló de inmediato conversaciones con Viena, sin tener en consideración los mutuos recelos, basándose en los deseos de acercamiento manifestados por María Teresa desde 1748. Austria proponía la cesión a don Felipe, yerno de Luis XV, de los Países Bajos, la devolución de Parma y el respaldo a la candidatura de los Wettin en la sucesión polaca. En la corte francesa, el encargado de las deliberaciones, el abate Bernis, partidario de la amistad franco-austríaca, venció las resistencias y se ganó al monarca tras el ataque británico en Norteamérica. Firmado en mayo de 1756, el primer Tratado de Versalles era una alianza defensiva con Austria en caso de agresión de un tercero. Todo el acuerdo estaba revestido de una apariencia de neutralidad, ya que la tradicional enemistad entre ambos países imposibilitaba mayores compromisos, pero Kaunitz logró completarlo con un pacto secreto de socorro militar cuando existiera asalto por algún aliado de los británicos. Era la base para el principal objetivo de la diplomacia vienesa: una coalición contra sus enemigos. No sólo quedaron turbadas las conexiones entre las potencias europeas, sino también las mantenidas entre la Sublime Puerta y Francia, ignoradas en el tratado. ¿No eran de esperar serios problemas en la frontera oriental ahora que existía una colaboración entre los antiguos antagonistas? Pero los recelos provenían del acercamiento francés a Rusia, confirmado en el pacto de noviembre de 1756, donde junto a los aspectos militares estaban los puntos comerciales, lo que demostraba la profundidad de las nuevas relaciones. El sultán, desconfiando de las intenciones francesas por la declaración sobre la libre disposición de todos los edificios de los Santos Lugares, se aproximó a Prusia, que creó una embajada permanente en la capital turca. Versalles adoptó una postura conciliadora, a pesar de las múltiples fricciones, en especial por motivos económicos, para eludir una guerra directa y mantener su influencia en la zona de cara a Austria y Rusia. Los cambios de alianzas eran demasiado precarios como para seguir una línea diplomática definida y nunca romperían los valiosos lazos con Estambul, pieza clave del área oriental. A pesar del acuerdo británico-prusiano, Federico II se sentía en una posición de inferioridad y quiso anticiparse a un ataque combinado ruso-austriaco e invadió Sajonia en agosto de 1756, tomó Dresde, sitió Pirna e incorporó a su ejército las fuerzas sajonas cuando Augusto III pasó a Polonia. Kaunitz explotó esta acción para dar forma a la ansiada coalición, que coincidió con el cese de los ministros franceses antivieneses. En mayo de 1757 se firmaba el segundo Tratado de Versalles, con carácter ofensivo, que incluía un posible reparto de Prusia entre los príncipes alemanes, subsidios para Austria y la participación, casi altruista, militar y económica dé Francia, pues sólo contaba con la promesa de algunas compensaciones en los Países Bajos, convertibles en principados para don Felipe cuando la archiduquesa recuperase Silesia. La diplomacia versallesca buscaba la derrota prusiana, para, después, continuar la guerra únicamente con Gran Bretaña. La liga austro-francesa había logrado el compromiso de los príncipes alemanes, Rusia y Suecia, esta última con la esperanza de la recuperación de Pomerania por la imposición de los criterios de la Dieta sobre los de la Monarquía. Las fuerzas reunidas resultaban impotentes frente a la difícil situación de Federico II, sobre todo por los recelos londinenses sobre la participación continental, opinión pública capitaneada por Pitt, ya que Jorge II quería la aproximación a Francia y Austria para asegurar la neutralidad de Hannover. En definitiva, se dilucidaba el futuro de Centroeuropa y los posibles reajustes serían motivados por la caída de Prusia y el ascenso de Rusia y Austria. En el entramado diplomático, Italia y España quedaban relegadas a un segundo plano, mientras había dos bandos bélicos bien diferentes: el franco-británico en las colonias y Alemania occidental y el de Federico y sus enemigos en Alemania oriental, Silesia, Bohemia y Polonia. Prusia no esperaba demasiada ayuda de Gran Bretaña, contraria a la contienda de Silesia. En abril de 1757, Federico II pasó a Bohemia y sufrió la derrota de Kolin, con la consiguiente retirada a Sajonia. Los británicos no se alejaron de Hannover y el ejército del duque de Cumberland fue vencido con facilidad en Hastenbeck, siendo ocupado el Electorado. Empujados por las circunstancias, las fuerzas del Reino Unido capitularon en Klosterseven, en septiembre de 1757, y se comprometieron a la retirada del conflicto, suceso humillante para el gabinete de Pitt. Federico II luchaba con los rusos en el Este, donde volvió a sufrir la derrota de Jaegersdorf; con los austriacos en el Sur, con los suecos en el Norte, ya desembarcados en Pomerania, y con los franceses en el Oeste, que avanzaban para atacar la retaguardia prusiana. La guerra estaba en manos de Berlín, que no cejaba en su empeño por conservar los subsidios británicos, mantener en Westfalia los batallones de Fernando de Brunswick y animar a Pitt a una invasión de las costas francesas, para que se vieran obligados a la retirada de sus tropas del escenario alemán. Sin embargo, Federico II demostró de nuevo su genio militar y convirtió en sus mejores aliados a los incompetentes mandos del adversario. Tras el rechazo de las ofertas de paz por Francia, con la utilización de una táctica inesperada cambió el curso bélico con la famosa victoria de Rossbach contra los franco-alemanes, en noviembre de 1757, y poco después frente a los austriacos en Leuthen. Pero estas batallas sólo representaron un respiro, porque sus enemigos le aventajaban en número de soldados, sus ejércitos habían sido mermados y padecían el azote de las enfermedades, los suecos persistían en la toma de Pomerania y, finalmente, fue derrotado por los austriacos en Hochkirth, en octubre de 1758. Los temores prusianos ante las consecuencias de la unión de las fuerzas rusas y austríacas se materializaron en el revés más cruento de la guerra: la batalla de Kunersdorv, en agosto de 1759. Berlín sólo se salvó por la falta de consenso y coordinación entre los coaliados, en especial por el repliegue de los rusos hacia Polonia, debido a problemas internos; no obstante, Sajonia fue ocupada por los austriacos. Federico II reaccionó y persiguió a los vencedores hasta las derrotas de Liegnitz y Torgau, en 1760. Los fracasos militares provocaron la caída de Bernis y el optimismo derivado de los éxitos iniciales dejó paso al pesimismo motivado por la indignación ante los desastres, aún más acusado cuanto la opinión pública no quería el enfrentamiento ni la alianza con Viena. Desprovistos de figuras castrenses de importancia, nunca recuperaron el suficiente protagonismo en los campos de batalla y tampoco lograron la devolución de los territorios perdidos en Hannover, objetivo primordial y casi único junto a ello, la retirada del respaldo político y el giro de actitud de Choiseul confirmaron el papel secundario de Francia en las disputas internacionales. Al mismo tiempo, el gobierno Newcastle-Pitt, tras la capitulación de Klosterseven, se acercó a Prusia con la firma de un tratado económico, en abril de 1758, donde se estipulaba la entrega regular de subsidios que le permitieron a Federico II el mantenimiento de su ejército en Alemania. Fernando de Brunswick tomó el mando de los batallones alemanes y hannoverianos y paralizó a los franceses en la frontera occidental, mientras Federico II arremetía contra las fuerzas ruso-austríacas. Con la nueva orientación de la política francesa de Choiseul, el escenario oriental perdía importancia y había que centrarse en los problemas con las potencias del Oeste. El tercer Tratado de Versalles, en marzo de 1759, disgustó a Viena y conllevó un enfriamiento de las relaciones por las reducciones económicas y militares, el abandono de la cuestión de Silesia y la entrega de los Países Bajos a don Felipe. Ahora concentró sus efectivos contra Gran Bretaña y se proyectó su invasión tras numerosos enfrentamientos en las costas francesas, pero las derrotas en el Mediterráneo y en el Atlántico impidieron llevarla a cabo; las islas aparecían como las dueñas indiscutibles de los mares europeos. Tales acontecimientos se debían al deseo de obtener ventajas en futuras negociaciones que compensaran las pérdidas en Ultramar. No obstante, Choiseul continuó con la segunda fase de sus planes: la formación de una gran alianza con los Estados marítimos no comprometidos. Aquí estaba prevista la entrada de Holanda, Suecia, Rusia, España, Nápoles, Toscana, Cerdeña y Génova. El Mediterráneo, el Báltico y el Atlántico quedarían controlados por unas u otras en beneficio de los coaligados. Todos se quejaban contra Londres y su política a favor de los corsarios, si bien las críticas acusaban, sobre todo, su interpretación de los derechos de neutralidad cuando declaraba que los productos enemigos no se consideraban libres en barcos neutrales y estaba prohibido el comercio con un beligerante si no existía con anterioridad. No se logró la ansiada federación y las discrepancias se trataron de manera particular, aunque también Pitt estableció ciertas correcciones en las islas para no aumentar los descontentos. Mientras que en Europa el conflicto se mantenía más o menos equilibrado, en las colonias pronto tomó un giro favorable a los británicos. La administración de Dupleix tuvo excelentes resultados con la ampliación del protectorado francés a extensos y ricos territorios, como la costa del Dekan, y la ampliación sin trabas del monopolio comercial. Poco antes del estallido de la guerra, las compañías llegaron a un acuerdo para limar las fricciones por el Tratado de Godeheu, en diciembre de 1755, donde Francia hacía las mayores concesiones y mostraba sus deseos de colaboración. Pero la desventaja inicial inglesa fue rápidamente contrarrestada por Robert Clive, que venció a los indígenas en la batalla de Plassey, en 1757, y condujo la ofensiva en el Dekan al año siguiente, justo cuando Versalles concentraba sus esfuerzos en la pugna continental. Las escasas tropas enviadas al mando del conde de Lally no eran suficientes. Sin demasiados medios y con el rencor de la población por su actitud hostil, fracasó en todas las campañas iniciadas, al tiempo que los británicos reforzaban la flota y los ejércitos y se ganaban a los príncipes hindúes por medio de embajadas diplomáticas. Sitiado en Pondichery, Lally capituló en enero de 1761, y la última factoría, Mahé, caía en febrero. Los franceses eran expulsados de Bengala. Durante las hostilidades en Norteamérica existió una evidente desproporción de fuerzas. La pronta superioridad británica aumentó con los continuos refuerzos en hombres y dinero llegados de la metrópoli, donde la opinión pública apoyaba cualquier medida que defendiese la actividad comercial. Por otro lado, los proyectos americanos de Francia quedaron inconclusos por la crisis financiera y la falta de respaldo de la población y de la corte en general. Versalles pronto se comprometió demasiado en la guerra europea y no proporcionó suficientes efectivos y apoyo financiero. El ejército llegó en 1755 al mando del marqués de Montcalm, genio militar, que consiguió, rápidamente, importantes victorias, como la conquista de los fuertes Oswego y William Henry, y derrotó a los británicos en la batalla de Fort Carrillon, cuando se dirigían a Montreal. Pero en 1758 los contingentes estaban agotados, el peligro aumentaba y la falta de recursos acababa con cualquier posibilidad de recuperación. Entonces, Pitt organizó una ofensiva por mar, con la consiguiente caída de Luisburgo en manos de Boscawen, y por tierra, con el ataque en el Ontario, la victoria de Frontenac, la marcha por el Valle de Ohío y la toma de Fuerte Duquesne. En 1759, Montcalm reagrupó sus fuerzas a lo largo del San Lorenzo, pero no pudo impedir la conquista de Quebec, donde murió, y de Montreal. El gobernador Vaudrevil capitulaba en septiembre de 1760, con la pérdida para Francia de Canadá. Similares problemas existían para los franceses en las Antillas con la ruina del monopolio comercial por los fracasos de la armada, la oposición enemiga y el rechazo de los propios colonos.

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