domingo, 26 de junio de 2011

1562-89 GUERRAS DE RELIGIÓN EN FRANCIA.


Al comienzo de los cuarenta la represión contra los protestantes se evidenció legalmente, una vez que la Monarquía asumió la defensa del catolicismo, sin que esto supusiera (como sí lo sería unos años después en España) el fin de la causa reformadora; por contra, la opción calvinista, que fue la que finalmente tuvo en Francia mayor fuerza y penetración dentro del movimiento reformista, continuó su avance propagandístico gracias al gran apoyo que encontró en amplios sectores de población y en muchos miembros de los grupos dirigentes, tanto civiles como eclesiásticos. Al final de los cincuenta ya se contabilizaban más de treinta iglesias calvinistas en Francia, que pronto organizaron su primer Sínodo nacional, buena prueba de la fortaleza de sus posiciones y de la extensión de su influencia por el territorio galo. En 1559 fallecía en plena madurez el autoritario Enrique II, que se había mostrado rotundamente adversario de los calvinistas (hugonotes). Con su muerte se iniciaba otro de esos momentos peligrosos para la autoridad de la Monarquía, al recaer la herencia en un menor de edad, en este caso en el nuevo rey Francisco II, circunstancia que iba a precipitar el comienzo declarado de las hostilidades entre católicos y calvinistas, al faltar la autoridad indiscutida del titular de la soberanía y darse así rienda suelta a las tensiones (políticas, sociales, religiosas) acumuladas, hasta entonces más o menos contenidas. A partir de aquí la evolución de los acontecimientos se hizo muy compleja. Se enmarañaron las motivaciones y justificaciones de los contendientes, hubo subdivisiones dentro de cada bando, se pactaron alianzas extrañas en circunstancias determinadas, creándose así una dinámica de confusión y caos, de avances y retrocesos en las aspiraciones de los litigantes, alternándose momentos de relativa calma gracias a ciertos acuerdos (edictos de tolerancia) que se pactaron entre las partes enfrentadas, con otros de feroz violencia, fanatismo y odio. No se produjeron grandes batallas en campo abierto ni se dieron choques armados decisivos; las ocho guerras que se sucedieron fueron, desde el punto de vista militar, poco espectaculares y de tipo menor, pero no faltaron las refriegas, los asaltos, las matanzas crueles ni tampoco las continuas conspiraciones y asechanzas de los dirigentes de cada facción. El breve reinado de Francisco II y la regencia de Catalina de Médicis, seguida de los de Carlos IX (1562-1574), Enrique III (15741589) y, extinguida la dinastía de los Valois, el de Enrique IV (1589-1610), fueron los jalones de referencia política suprema del sinuoso acontecer de las guerras de religión. La Monarquía tampoco se mostró fiel a una sola línea de actuación, pues mientras Enrique II y Francisco II fueron decididos antiprotestantes, no ocurrió lo mismo con el más indeciso y cambiante Enrique III, ni sobre todo con Enrique IV, claramente opuesto a los componentes de la Liga que formaron los católicos extremistas. No obstante, sería el iniciador de la nueva dinastía quien pusiera punto final a los enfrentamientos al asumir la opción intermedia, la de los políticos, convirtiéndose al catolicismo y proclamando el Edicto de Nantes (1598), por el cual se abría una época de tolerancia basada en las concesiones que se hicieron a los dos bandos, ya que si por un lado se mantenía el culto católico en el Reino, por otro se garantizaba la libertad de conciencia a los protestantes. En cualquier caso, las secuelas del largo conflicto seguirían estando presentes en la vida nacional francesa durante algún tiempo, un plazo similar al que tardaría la realeza en recobrar su prestigio, su autoridad y su poder soberano.

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