viernes, 8 de agosto de 2014

Clemente VII (papa)

Clemente VII, (Florencia, 26 de mayo de 1478Roma, 25 de septiembre de 1534) fue el papa nº 219 de la Iglesia católica, de 1523 a 1534.

Clemente VII
Fracasó, tanto en el campo político como en el religioso, seguramente por su temperamento indeciso, sus arriesgadas apuestas políticas y los intereses familiares, circunstancias que hicieron de él «el más desgraciado de los papas», según expresión del historiador Ferdinand Gregorovius.
 http://es.wikipedia.org/wiki/Clemente_VII_%28papa%29


Todos en Roma se regocijaron cuando, en 1523, vieron subir a la silla de San Pedro a otro papa de los Médicis. El pueblo esperaba que volvieran los alegres días de León X. Pero los tiempos habían cambiado; las cosas habían ido ya demasiado lejos en el camino de la disolución. Clemente VII, el nuevo papa, no supo dar satisfacción a los cortesanos cuyas delicias había hecho su primo, más amable que él; hasta los eruditos y los poetas gruñían.61El gobierno de este pontífice era débil y vacilante. La facción de los Colonna 0 levantó de nuevo cabeza al amparo de sus vacilaciones, y encerró al papa en el castillo de San Ángel. El horizonte político de Roma empeñábase y ensombrecíase por días, como ante una tormenta espantosa. Sobre Roma cerníase la ruina, como cuando Dios Quiere sobre una ciudad viciosa destilar su veneno
En el aire impuro.62 Hasta que, por último, se produjo la catástrofe. Clemente VII, mediante una serie de tratados, traiciones y tergiversaciones, había acabado perdiendo hasta el último amigo y exasperando a todos sus enemigos. Tan postrada estaba Roma a fuerza de guerras, tan habituada a la anarquía de una serie de revoluciones sin objeto y a oír las pisadas de los escuadrones extranjeros que desembarcaban y reembarcaban en sus playas, que apenas si lograron sacudir su apatía las nuevas de que se acercaba a la ciudad una tropa luterana reclutada con el expreso objeto de saquear Roma y reforzada con un hatajo de rufianes españoles y con la hez de cada nación. El llamado ejército de Frundsberg —una horda de bandoleros mantenida en cohesión por la esperanza del saqueo— llegó sin dificultad a las puertas de la ciudad.
Tan bajo había caído el honor de los príncipes italianos, que el duque de Ferrera, con su ayuda directa, y el duque de Urbino, oponiendo resistencia a las fuerzas contrarias, abrieron a estos merodeadores los pasos del Po y de los Apeninos.
Los invasores perdieron a su general en la Lombardía. Le sucedió en el mando el condestable de Borbón, quien murió en el asalto a la ciudad. Así, Roma vióse entregada por espacio de nueve meses al capricho, a la rapacidad y a las crueldades de 30 000 bandoleros sin la disciplina de un jefe. Se demostró entonces a qué extremos de barbarie, violencia y bestialidad eran capaces de llegar la brutalidad de los alemanes y la avaricia de los españoles.
El papa, sitiado en el castillo de San Angelo, veía día y noche subir al cielo las columnas de humo de los palacios incendiados y las iglesias profanadas, oía el llanto de las mujeres y los quejidos de los hombres torturados, que se mezcalban a las groseras chanzas de los luteranos borrachos y a las blasfemias de los bandidos castellanos. Vagando como un espectro por las galerías del castillo y reclinado sobre sus ventanas, exclamaba como Job:63 quare de vulva eduxisti me? qui utinam consumptus essem, ne oculus me videret! Lo que los romanos, afeminados por la molicie y el gobierno teocrático, lo que sus cardenales y prelados, acostumbrados a la sensualidad y a la pereza, tuvieron que sufrir durante esta larga agonía, no es para ser descrito. Sería un cuadro demasiado horroroso. Cuando, por último, los bárbaros, saciados de sangre, ahítos de goces carnales, abarrotados de oro y diezmados por la peste, abandonaron la ciudad, Roma era una viuda envuelta en luto. Ya nunca se repuso del tormento y la vergüenza de aquel saqueo, ni volvió a ser la alegre, licenciosa y amable capital de las artes y las letras, la Roma dorada y rutilante de León X. Pero los reyes de la tierra apiadáronse de su desolación. El tratado de Amiens (18 de agosto de 1527), concertado entre Francisco I y Enrique VIII contra Carlos V, en nombre del cual había sido inferida aquella ofensa a la Ciudad Santa de la Cristiandad, unido al tardío arrepentimiento del Habsburgo, restituyó al pontificiado el respeto de Europa.
Es bien sabido que, en esta crisis, el emperador llegó a pensar seriamente en acabar con el Estado eclesiástico. Sus consejeros aconsejábanle devolver al papa su rango primitivo de obispo y hacer de Roma nuevamente la capital del Imperio.64 Pero este plan era irrealizable, en las condiciones políticas del siglo XVI y delante de una cristiandad todavía católica. Estas deliberaciones le valieron a Roma, sin embargo, todos los horrores y calamidades del saqueo; pero fueron rápidamente desplazadas por la determinación de fortalecer el poder pontificio a la sombra de la autoridad imperial en Italia. Florencia fue entregada a los despreciables Médicis como prenda de paz. Y nada ha manchado tanto la memoria del papa Clemente como el hecho de que se prestara a emplear las heces del ejército que había saqueado Roma para esclavizar a la ciudad que lo viera nacer.
Interiormente, el Estado pontificio había aprendido de la desgracia la necesidad de una reforma. Sadoleto, escribiendo en septiembre de este memorable año al papa Clemente, le dice que los sufrimientos de Roma han aplacado la cólera divina y que se ha abierto el camino para la corrección de las costumbres y las leyes.65 Ninguna fuerza armada podía impedir a la Santa Sede abrazar una vida mejor y demostrar al mundo que el sacerdocio cristiano era algo más que una burla y una farsa.66En realidad, podemos decir que la Contrarreforma data, históricamente, del año 1527.

El origen del Concilio de Trento se encuentra en la llamada al 'Concilio Universal' en territorio alemán que hizo Martín Lutero (iniciador de la reforma protestante) el 28 de noviembre de 1518.
En un claro ataque a la infalibilidad del pontífice León X, Lutero como principio sobreponía la superioridad del Concilio.
El pontífice Adriano VI en 1521 aceptó la convocatoria del Concilio, aunque la guerra que enfrentaba al emperador Carlos V y a Francisco I de Francia no permitía la convocatoria a un corto plazo.
El 18 de noviembre de 1523 el cardenal Julián de Médicis era elegido nuevo papa con el nombre de Clemente VII. Clemente VII (1523-1534) fue contrario a la convocatoria del Concilio y precursor de una alianza entre España, Inglaterra y Portugal para luchar contra la herejía luterana.
El Concilio pasaba a un segundo plano, por el agravamiento de la guerra entre España y Francia, cuando Italia (asustada por los éxitos del emperador Carlos V en Europa) entró en la 'Liga de Cognac' o Liga Clementina al lado de Francia.
Esta política, en mayo de 1527, llevó a Carlos V a tomar y saquear Roma y a la cautividad del pontífice.
El Tratado de Barcelona (29 de mayo de 1529) restableció la paz entre Clemente VII y Carlos V, por el que el emperador se comprometía a restituir a la Iglesia sus antiguos dominios y, a cambio, Clemente VII otorgaba a Carlos V la investidura del reino de Nápoles. Por distintas razones, católicos y protestantes se encontraban de acuerdo para reunir al Concilio, los católicos para aislar a los protestantes definitivamente, los protestantes como un medio dilatorio para no someterse hasta que el Concilio se hubiera pronunciado. A principios de 1532, Carlos V decidió intervenir, consultó el problema a Francisco I y presionó a Clemente VII para que aceptase convocar el Concilio.
Clemente VII aceptó convocar el Concilio con la condición de que los protestantes volviesen a la fe y a las prácticas católicas, mientras que el rey francés Francisco I retrasó su respuesta varios meses.
Por otro lado, Carlos V hizo concesiones con los protestantes, asignándoles un "status quo", en la 'Dieta Imperial de Ratisbona (17 de abril de 1532)' y con la 'Paz de Nuremberg (23 de julio de 1532)'. Las concesiones ofrecidas a los protestantes en Nuremberg - (a) Asegurando que no podría haber guerra entre los estados del Imperio por motivos religiosos.
(b) El emperador se encargaría de convocar el Concilio en plazo de seis meses - hicieron que los protestantes cambiasen de política, dando incluso largas a la convocatoria del Concilio.

Clemente VII (1523-34) era "un bastardo, un envenenador, un sodomita, un adivinador, y un ladrón de iglesias". El cronista Paulus Jovius relata "diversas abominaciones".
Era el hijo bastardo de Guiliano de' Medici y su amante Fioretta. Al ser ilegítimo, no debió calificar para el papado, pero León X, que era su tío, resolvió el problema. Al igual que León X, Clemente VII era ateo y con todo descaro compró la elección distribuyendo 60.000 ducados entre los cardenales del cónclave. Tomó a una mujer negra como amante. El historiador italiano Gino Capponi la descibe como "una esclava mora o mulata". Era esposa de un arriero de mulas que trabajaba con una tía del Papa. Clemente tuvo un hijo con ella, Alessandro, que se convirtió en el primer Duque hereditario de Florencia, después de que Clemente aboliera la antigua constitución de esa ciudad. Los florentinos lo conocían como "El Moro" y la Enciclopedia Italiana dice que el color de su piel, sus labios y su pelo revelaban su origen africano. Así lo muestra el retrato que le hizo Bronzino, y Benvenuto Cellini, que trabajó para Alessandro, dice que todos sabían que Alessandro era hijo del Papa.

La vida sexual de los Papas, de Nigel Cawthorne
 

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