sábado, 26 de marzo de 2011

1096-99- PRIMERA CRUZADA.


Las Cruzadas fueron una violenta toma de contacto entre las civilizaciones occidental y árabe que han sido largamente estudiadas por los eruditos y han inspirado la pluma de los literatos. A veces desde un punto de vista hagiográfico alabando las proezas de héroes o la santidad de los peregrinos, otras desde un punto de vista más realista, mostrando la crueldad de unas guerras tenidas por santas, aunque el móvil de los caudillos fuera más el afán de tierras o rapiña.
Han sido tiempos duros para el imperio Bizantino: a los cincuenta años de anarquía pasados tras la muerte del gran Basilio II en 1025 han seguido las invasiones de los escitas, cumanos y normandos, las revueltas de herejes de todo tipo, los innumerables golpes palaciegos... pero la soberanía y la supervivencia de la Nueva Roma se ha salvado gracias al talento del emperador actual, Alejo Comneno, el cual está a punto de vivir uno de los desafíos más importantes de su carrera y de la historia: la primera Cruzada.
La causa de esta expedición fue, resumiendo, la caída de Jerusalén y otros santuarios cristianos en manos de los sarracenos. Es cierto que llevaban así des del siglo VII, pero des de entonces los califas árabes se habían mostrado tolerantes con los peregrinos. Con la decadencia del califato y el ascenso de los turcos selyúcidas, se cerró el camino para los fieles. Todo eso unido al fervor religioso de la llegada de año 1000 y la influencia de ciertos movimientos fundamentalistas como los monjes flagelantes, crearon una psicosis colectiva por recuperar los Santos Lugares de manos "paganas".
En 1094 un fanático francés llamado Pedro el Ermitaño recorrió las tierras cristianas de Occidente pregonando una profecía: era posible recuperar Jerusalén y el santo Sepulcro si los cristianos de toda condición se unían para la guerra santa. La oratoria inflamada del monje reunió en su camino hacia Israel una auténtica marabunta de peregrinos. Más de 60.000 personas de todas las clases se unieron a las banderas de la cruz. Algunos de ellos bien armados y equipados, pero la gran mayoría iban sólo con lo justo.
El paso de esta horda devoradora por toda Europa no pasó desapercibida al sagaz Alejo, que se encontraba entonces en Nicomedia fortificando la región de Bitinia. Aunque él había pedido a Roma la ayuda de los demás reinos cristianos, sin duda no se esperaba semejante turba de desarrapados. Pese a todo no se le puede tachar de descortés: ordenó al duque de Iliria, su sobrino Juan, que pusiera a disposición de Pedro todas las provisiones que necesitaran, pero también que los encaminara sin dilación a los estrechos. Llegó a recomendarle que dispusiera partidas de caballería para emboscar a los que se desviaran del camino para saquear propiedades de sus súbditos.
Al llegar a las riberas del Egeo, Pedro y sus seguidores embarcaron y pusieron rumbo a Asia. Tras desembarcar, se dirigieron contra la gran ciudad de Nicea, entonces en manos turcas. Pero no marchaban como un ejército, sino como una plaga de langostas que hormiguean por el campo devastando todo a su paso. Anna Comneno refiere que descuartizaban, empalaban y quemaban a los recién nacidos. No tenían pues, piedad con nadie.
Para su alojamiento el emperador, les cedió la fortaleza de Helenópolis (en el golfo de Nicomedia, Bitinia). Quizá queriendo tal vez tenerlos confinados hasta hallarles alguna utilidad. También les aconsejó que esperaran al siguiente ejército cruzado que venía de Occidente, formado por nobles franceses y alemanes convocados por el Papa Urbano. Pero no todos ellos estaban dispuestos esperar y, algunos se lanzaron contra Nicea. En el primer encuentro, su mayor número y decisión aplasta a los turcos, pero al retirarse a dormir en Helenópolis estalló una disputa entre los que se quedaron y los que fueron a lucharon.
Tras la discusión, un contingente se separó del grueso y tomó la vecina ciudad de Jerigord sin dificultades, pero aún estaban saqueándola cuando les tomó por sorpresa un ejército mandado desde Nicea. Esta vez los ajusticiados sin piedad fueron los cruzados. Luego fue el turno de Pedro el Ermitaño, pero esta vez el método usado fue una sucesión de emboscadas a lo largo de su camino a Nicea. En la última de ellas, dada en el paso de Dracón, la derrota fue tan tremenda que los mercados de esclavos árabes quedaron saturados de peregrinos capturados por varios meses. Asimismo, los despojos de los muertos se amontonaron hasta formar un montículo funerario. Más tarde algunos cruzados francos, al crear una fortificación en el camino, usaron los huesos como argamasa. Tan tétrico castro aún era visible cincuenta años más tarde.
Pedro el Ermitaño (o de la Cogulla) se salvó de la matanza sin un rasguño en su indigno pellejo. Al oír Alejo que se había refugiado en Helenópolis con algunos supervivientes, mandó una flota a rescatarlo. Luego lo acogió en su palacio y aprovechó para reconvenirle de sus errores. No se dio por aludido el arrogante y obtuso monje, el cual siguiendo una práctica ancestral entre los ineptos, culpó de todo a sus seguidores por su deslealtad. Más tarde su uniría al ejército cruzado de Bohemundo y Tancredo, príncipes francos, aunque volvería a desertar frente a Antioquia. Los condes de Francia, que deseaban emprender su cruzada no tanto por fervor religioso como por ansias de nuevas tierras, se pusieron en camino con ejércitos dignos de tal nombre, pero de forma separada: unos descendieron en barco por el mar Adriático o el Mediterráneo y otros a caballo por Dalmacia y Iliria. Todos, pero, pasarían por Constantinopla.
En la capital de los bizantinos, el emperador frunce el ceño al verlos: ha combatido contra los francos en otras ocasiones y reconoce su coraje y su empuje, pero también su rudeza innata, su arrogancia y sus falta total de educación. Teme incluso que alguno de ellos quieran arrebatarle el imperio, y lo cierto es que uno de ellos, el conde de Tarento Bohemundo, ya lo intentó años antes y fue derrotado. La sospecha es mayor pues este noble tiene visos de convertirse en el jefe de la cruzada. Pese a todo, de nuevo dará pruebas de ser buen anfitrión y les acogerá dándoles ricos presentes.
Los cruzados sin embargo, no están a la altura del regio recibimiento: el príncipe Hugo, hermano del rey de Francia le manda una misiva de tal guisa: "Sabed Majestad, que yo soy el emperador de emperadores y el más grande monarca que habita bajo el cielo. Conviene que a mi llegada, que está a punto de producirse me recibáis y acojáis magníficamente, de un modo digno de mi posición". Pese a su altanería, Hugo llegará a Dirraquio en una barquita de remo: ¡su barco naufragio en el estrecho de Bari y él llega al Epiro como un gallo mojado!
Pese a todo, el príncipe mandará a Constantinopla veinte caballeros con dorada armadura, llevando su heraldo estandarte dorado de San Pedro, símbolo de los cruzados. También se jacta de ser el jefe de la expedición, por lo que el sagaz Alejo, tras recibirle dignamente, procurará tenerlo lo más apartado posible de los otros condes y nobles al mando. También le hizo jurarle lealtad como vasallo.
Bohemundo llegó quince días después y tras él, el conde de Prebentza (Provenza?), que aprovechó el viaje para comprar un barco pirata. Con él navegó saqueando la costa hasta que le acosaron tres barcos ligeros bizantinos. Se entabló entonces un combate naval entre cristianos que acabó con la captura de los occidentales. Esto fue el 6 de diciembre de 1096. Hacia finales de año, había en los alrededores de Constantinopla diez mil caballeros y sesenta mil infantes (cifras de Anna Comnena) al mando del conde Godofredo de Bouillon dispuestos a cruzar el estrecho. Mientras Alejo, que como se ha dicho no se fiaba de ellos más que el trigo del gorgojo, vigilaba los contactos entre lideres cruzados, pues no subestimaba el rencor que sentía por él Bohemundo ni sus aspiraciones al trono imperial.
En esta época sucedió el siguiente incidente: Alejo convocó a su palacio a algunos condes leales a Godofredo. Tenía la intención de pedirles que convencieran a su líder de jurarle lealtad. Se corrió voz en el campamento cruzado de que en realidad el basileus los había traicionado y, ciegos de ira, se lanzaron contra las murallas de Constantinopla para vengarse con sangre griega.
En las calles de la capital, e incluso en los pasillos del palacio imperial hubo escenas de pánico, pero el basileus mantuvo su calma proverbial y serenó a sus súbditos con una mirada sonriente. Luego, sin molestarse en coger sus armas, mandó cerrar las puertas de la ciudad y prohibió atacar a los cruzados, los cuales, por cierto, carecían de material de sitio. Siendo también Jueves Santo, sermoneó a sus sitiadores de abstenerse de violencia en un día tan sagrado, pero nada consiguió de ellos. Llegaron incluso a tirarle flechas, pero el no se inmutó ni cuando uno de sus acompañantes fue herido en el pecho cerca suyo.
Luego, en vista de que no escarmentaban, Alejo dispuso una tropa de arqueros a proteger las murallas bajo el mando de su yerno, el César Nicéforo Brienio. A  continuación lanzó por la puerta de San Romano una fuerza de caballería media apoyados por una élite de ballesteros. Los cruzados sufrieron muchas bajas y se retiraron sin ser perseguidos. Mientras Nicéforo Brienio ordenaba a sus hombres disparar sólo para asustar a los contrarios al ver pero que seguían en sus trece, atravesó él mismo de un flechazo a un vociferante arquero franco que no dejaba de insultarle. Luego Alejo ordenó el ataque de la guardia varega, y también en este sector se retiraron.
Esta ducha fría hizo recobrar la razón a los condes, que pidieron a Godofredo que aceptara lo voluntad del emperador. No quedándole otro opción, el franco juró lealtad al trono de Constantinopla. Se comprometió, además, a entregar a los bizantinos todas las plazas que conquistara a los árabes.
No acababan aquí las luchas sin sentido: el conde Raúl, llegado después que Godofredo con quince mil hombres, desembarcó en la Propóntide. Como Godofredo, se dedicó a esperar que llegara el resto del ejército para cruzar el estrecho. No queriendo Alejo que se creciera el número de los pendencieros francos, mandó a su general Opo para que persuadiera a Raúl de cruzar el estrecho. Éste se negó y estalló la violencia entre ambos ejércitos. Tras la oportuna llegada de una flota de refuerzo para los bizantinos, Raúl se sometió al emperador, el cual le mandó a Palestina por mar para que no se uniera a Godofredo.
Los restantes condes a medida que llegaban tenían que jurar vasallaje al basileus y así lo hicieron todos. Después el emperador les fue traspasando al otro lado del Helesponto, procurando siempre que los diferentes ejércitos lo hicieran por separado y con el mínimo contacto entre sí.
El sitio de Nicea.
Una vez reunidos todos los ejércitos cruzados en la capital del Imperio se pusieron en marcha hacia Nicea, ciudad cercana a Constantinopla que llevaba ya dieciséis años en manos de los turcos. Ayudados por un contingente de unos dos mil bizantinos, los francos pusieron sitio a la ciudad. Mientras Alejo se estableció en la ciudad costera de Filomelio, desde donde coordinó el envío de suministros.
Sin duda, la mayor contribución que hizo la Cruzada de los Pobres a la conquista de Jerusalén fue dar al sultán de Nicea, Kiry Arslán, un falso sentimiento de superioridad respecto a las tropas francas. De hecho, al iniciarse el asedio ni siquiera se encontraba en su capital, sino que estaba en Armenia enfrentándose a su enemigo Danishmend.
La mujer del sultán de Nicea, impresionada por el gran número de francos y viendo su situación desesperada, pidió consejo a su marido. Éste le aconsejó entregarse a los rum (romanos) del basileus antes que a los bárbaros frany (francos). La sultana puso manos a la obra y envió un mensaje a Alejo ofreciéndole su rendición a cambio de salvar la ciudad del saqueo. El general bizantino Manuel Butumites se infiltró en la ciudad para negociar la rendición, pero al oir la noticia de que el sultán se acercaba a rescatarles, le expulsaron de la ciudad, puesto que ya se creían salvados.
Pese a todo, la llegada de Kiry Arslan no consiguió levantar el sitio: tras dos combates indecisos, los turcos se retiraron a las montañas. Mientras el ataque a las murallas progresaba: el conde Isángeles consiguió derribar una torre de su sector y los bizantinos habían cerrado el acceso al lago vecino, por donde los de Nicea recibían provisiones y refuerzos, con una flota de barcas especialmente preparadas de las que los cruzados carecían.
Mientras la sultana, viendo la situación desesperada, se resignó a rendir la ciudad a los imperiales. Estos, pero, usaron un método audaz para tomarla. Un día, al lanzarse al asalto en su sector de muralla, los turcos, previamente advertidos, les dejaron vía libre. Entonces se alzó la bandera del basileus en todas las puertas y la ciudad cayó en manos de los griegos prácticamente sin combatir.
El basileus accedió y, por la noche, las tropas imperiales, compuestas sobretodo por mercenarios turcos, cruzaron el lago con barcas y se apoderaron de ella.
No sentó muy bien a los francos la noticia de que no habría saqueo, pero tuvieron de resignarse. Nicea volvió a manos bizantinas y los francos sólo podrían entrar en las murallas en grupos de menos de diez personas. La sultana, que estaba embarazada, fue recibida con todos los honores por Alejo en Constantinopla, lo cual desconcertó a los cruzados, que lo consideraron sospechoso de tratar con el enemigo.
Al mismo tiempo el Comneno decidió aprovechar que la balanza de poder se inclinaba a su favor para redondear el número de sus conquistas: tras llamar a su cuñado el césar Juan Ducas, lo mandó con una flota a tomar varias ciudades de Ásia Menor. Esmirna cayó después de un duro combate y pronto la siguieron otras urbes. Así de nuevo toda la costa del mar Egeo volvía estar en manos del emperador. En estas conquistas tuvo un factor psicológico el que la hija del sultán de Esmirna, Tzacas, era la prisionera de Alejo.
Estas operaciones eran complementarias de las realizadas ante Nicea, puesto que al actuar conjuntamente contra ambos enemigos, cruzados y bizantinos se cubrían mutuamente los flancos.
Ya sin más dilación, el ejército cruzado atravesó Anatolia en dirección a su destino: Palestina y Jerusalén. No iban solos, puesto que el emperador les suministró guías nativos, algunas provisiones y tropas de refuerzo. En total fue mucho menos de lo que esperaban los aventureros francos, pero tuvieron que conformarse y seguir adelante. En todo caso, el emperador les prometió que se uniría a ellos más adelante.
Puede parecer, si uno lee sólo a los cronistas occidentales (Geoffrey de Montmouth y demás) que los bizantinos se aprovechaban de la buena fe de los francos. Es decir, ellos venían desinteresadamente a liberar Tierra Santa y, en lugar de recibirlos con los brazos abiertos, los tratan con reticente recelo. ¡Incluso les obligan a jurar fidelidad al basileus a cambio de pasar el estrecho! Y por si fuera poco, una vez establecido este vinculo feudal, el emperador les traiciona negociando con el enemigo en Nicea.
El paso por Anatolia.
No pienso describir la marcha de Anatolia durante la primera Cruzada, pues esto ya ha sido descrito en esta web y no es mi intención repetir ni plagiar algo ya expuesto: sólo quiero añadir otro punto de vista al asunto. Baste con decir que siguieron el camino más rápido en dirección al valle del Orontes y que sus penalidades fueron muchas: desde el hambre y la sed hasta las batallas contra los turcos. En Dorilea (centro de Anatolia) vencieron de nuevo a Kiry Arslan, ahora aliado con el sultán de Armenia, Danashimed.
Sobre este particular me gustaría dar la versión de Anna Comneno sobre el combate contra los selyúcidas. El relato que se encuentra normalmente explica que el ejército turco estaba esperando a los cruzados emboscado a un lado del camino. Pero la vanguardia franca se negó a caer en la trampa: tras detenerse a una distancia prudencial, se limitó a contemplar el enemigo. Era evidentemente una prueba de nervios.
El general turco mandó varias oleadas de arqueros montados a diezmar sus filas, pero la armadura de los caballeros era tan gruesa que las flechas apenas les hacían mella. Al final del día desesperado ante tanta calma, ordenó la carga, pero justo entonces apareció el resto del ejército cruzado justo a su retaguardia (habían dado un rodeo). Atrapado entre dos fuegos, el ejército turco fue destrozado.
La versión de Anna Comneno es, como ya digo, harto distinta. Al parecer, había entre los cruzados un caballero irreverente y arrogante. Este hombre, cuyo nombre se desconoce, dirigía al parecer una tropa numerosa, puesto que estuvo presente en la entrevista entre los condes francos y el padre de la autora, Alexio. Durante este encuentro tuvo la osadía de sentarse ¡en el mismísimo trono del basileus! Cuando el diplomático Bohemundo le recordó que era descortés sentarse delante del emperador sin su permiso, el noble obedeció de mala gana. Pero más tarde se dirigió al emperador de forma insultante, afirmando que en su país era un gran campeón con el que nadie se atrevía, mejor sin duda que ningún griego.
El emperador, que en su juventud fue un guerrero audaz, escuchó de boca del intérprete la clara provocación pero no picó. Sonrió al impertinente y le advirtió de que si seguía hacia de Jerusalén, no le faltarían ocasiones de probar su coraje con los "infieles". También aprovechó para advertir a los cruzados sobre la táctica militar turca, donde menudeaban las emboscadas.
Todos esos consejos dieron en saco roto, pues el día de la batalla de Dorilea, ese mismo franco impertinente se encontraba en la vanguardia del ejército. Ante la oportunidad de hacerse un nombre aplastando un número inferior de turcos (el señuelo) se lanzó al combate con todos sus hombres, sin detenerse a pensar que podía ser una trampa... y efectivamente lo era.
Los turcos se lanzaron sobre la imprudente tropa desde un flanco y estalló una dura refriega, en la que muchos francos cayeron. Viendo que se encontraban rodeados, al valiente caballero franco le entró pánico y estuvo en un tris de poner pies en polvorosa. Por suerte en aquel entonces llegó el cuerpo central del ejército franco, que iba retrasado respecto a la vanguardia, y se lanzó al rescate. El ejército turco fue derrotado, pero los francos también tuvieron varias bajas (sobretodo en vanguardia). La compañía del "caballero audaz" sufrió cuarenta muertes.
En todo caso, los cruzados superaron la prueba y pudieron seguir su camino hacía Jerusalen. Mientras el grueso del ejército cruzaba los montes Taurus, una pequeña fuerza al mando de Tancredo se desvió hacia la costa de Cilicia, donde conquistó varias ciudades que se negó a devolver a su legítimo dueño el basileus.
El Sitio de Antioquia
En octubre de 1097 los cruzados llegaron a las puertas de Antioquia, la mayor metrópoli de Siria. Perdida por los bizantinos en 1084, es ahora el feudo del emir Yaghi Siyán. Era tan grande la ciudad que el ejército apenas podía cerrar el cerco a su alrededor. Las murallas medían doce kilómetros de lado y estaban rodeadas parcialmente por el rio Orontes. La guarnición sitiada, , formada por unos siete mil hombres, les plantó cara con varias salidas. Además, pronto se desencadenó el hambre en el campamento occidental; sus líneas de aprovisionamiento eran muy largas, y eran demasiados para vivir del terreno. Por si fuera poco, carecían del suficiente material de sitio (el poco que tenían lo aporto el cuerpo bizantino). Taticio, el general griego, propuso estrechar el sitio, pero los condes se negaron afirmando que sólo serviría para aumentar sus pérdidas.
Desde Chipre, provincia bizantina, se organizó un envío de provisiones por mar. Los suministros desembarcaron en San Simeón, el puerto de Antioquía, pero en su camino al campamento cruzado fueron saqueados por una salida de los defensores. La hambruna se prolongo. Los francos, con su natural irritabilidad azuzada por sus vacíos estómagos, empezaron a murmurar que el emperador les había traicionado, puesto que no cumplía con su obligación de ayudarles.
En esta tesitura el astuto Bohemundo vio su oportunidad. Se reunió con Taticio, el general bizantino, y le dijo que los nobles francos estaban furiosos con Bizancio y pensaban desquitarse matándole. Temiendo por su vida, Taticio se retiró del asedio con sus tropas, afirmando que iba a reunirse con el basileus para apremiarlo a reunirse con ellos. De nuevo los francos se sintieron abandonados.
Lo cierto es que si los cruzados se sienten desamparados, los antioqueños tienen razones para sentirse igual: no saben a quien pedir auxilio. Tras el debilitamiento del califato de Bagdad en 1055, los príncipes árabes no se ocupan más que de sus querellas intestinas. ¡Muchos incluso se alegran de que el orgulloso Yagi Siyán esté en apuros!
Pese a todo, tras arduas negociaciones, Yagi consigue que dos nobles hermanos, el fratricida Ridwan de Alepo y el paranoico Dukak de Damasco, enfrentados entre sí, le ayuden por separo. El último de ellos se puso en camino el primero, pero tras encontrarse con una columna de forrajeadores francos, pierde el escaso coraje que tenía y volvió a su ciudad (31 de diciembre de 1097). El primero, Ridwan, no muestra más redaños que su odiado hermano: atemorizado por la reputación guerrera de los frany, dispone a sus hombres en un estrecho callejón sin salida entre el Orontes y el lago de Antioquía. Su intención era evitar que les rodeasen, pero a la práctica el terreno impide maniobrar a sus jinetes turcos, que son destrozados por los pesados caballeros francos (10 de febrero de 1098).
Mientras el veterano Yaghi Siyán ha aprovechado la presencia de los de Alepo para hacer una salida. Arremete contra los cruzados y los hace retroceder contra su campamento. Pero cuando está a punto de rodearlos, le llegan noticias de la derrota de Ridwan y sólo puede retirarse a Antioquía. Esta noche los francos catapultarán dentro de las murallas cabezas y miembros cortados a los vencidos...

Lo cierto es que Taticio cumplió con su promesa, pues se reunió con su señor en la ciudad de Filomelio (en la frontera entre el imperio y el sultanato de Iconium). Allá Alejo Comneno estaba reuniendo a sus tropas para cumplir su promesa de unirse a la cruzada. De hecho, el basileus está a punto de ponerse en camino cuando se presenta ante él el conde Stephen de Blois, uno de los dirigentes cruzados. Al parecer el franco se ha cansado de su peregrinaje armado y vuelve a su tierra junto con cuatro mil hombres. Las noticias que da no son nada halagüeñas: Karbuka, sultán de Mosul y yerno del señor de Antioquía, ha reunido a petición de su suegro un gran ejército (cerca de treinta mil hombres) y se dirige al rescate de los sitiados, los cuales están tan debilitados que apenas pueden reunir setecientos caballos en condiciones de luchar.
Alejo, que pese a sus proezas de juventud no es un hombre impulsivo, recapacita sobre sus opciones: si sigue camino de Siria quizá salvará la Cruzada, pero también corre el riesgo de quedar atrapado entre los muros de Antioquía y el ejército de Mosul, con la única ayuda de los famélicos cruzados. ¿Merece la pena arriesgar a sus hombres, su vida y la seguridad de un Bizancio inestable sólo por compartir la suerte de unos aventureros francos? Es más, aunque Alejo se uniera a los cruzados y estos derrotasen a los árabes, su demanda de las tierras conquistadas no tendría peso entre esos arrogantes príncipes, que ya han amenazado de muerte a su general Taticio. Demasiado bien recuerda lo que le pasó al emperador Romano en 1071, cuando se adentró demasiado en Anatolia con su ejército y fue derrotado desastrosamente en Mantzikert. Él entonces era un joven oficial que se salvó de la masacre porque Romano tuvo lástima de su madre viuda y le prohibió que le acompañara en la expedición.
Tras sospesar tales opciones, el emperador se retira a Constantinopla, donde asuntos de gobierno lo reclaman con urgencia.
Más tarde, pero, recibirá noticias inesperadas: el 3 de junio de 1098 los francos han tomado Antioquía por sorpresa gracias a la traición de un armenio, sobornado por Bohemundo. Tres días después, derrotarán al temible Karbuka gracias a las disensiones internas de su ejército de príncipes árabes.
Tras esta victoria, Bohemundo ve su oportunidad y reclama Antioquía como feudo particular, arguyendo que al haber incumplido Alejo su deber para con sus vasallos cruzados, ellos no tienen porque cumplir su promesa de devolver las tierras conquistadas al basileus. La mayoría de nobles coinciden con él, y sólo Raimundo de Tolosa se opone, argumentando que un vinculo feudal no se rompe así como así. Pese a todo, la suya es una opinión minoritaria y Bohemundo se convertirá en el primer príncipe de Antioquía.
Alejo Comneno conocerá estas noticias en julio de 1098, cuando recibe una embajada de los cruzados dirigida por Hugo de Vermandois, príncipe de Francia, pidiéndole ayuda. Pero el emperador ya ha disuelto a su ejército y no le es posible reunirlo de nuevo en aquel momento. En primavera del año siguiente, mandará una embajada a Antioquía reclamando la ciudad a Bohemundo, pero no tendrá éxito. Probará luego suerte con los otros condes de la cruzada, pero también fracasará, pese a que afirman que el emperador estará con ellos el 25 de junio con refuerzos y regalos.
El Final.
Tras un merecido descanso, el ejército cruzado prosigue su camino hacia el sur, bajo el mando de Raimundo.
En julio de 1099, tras un mes de asedio, los cruzados tomaran al asalto Jerusalén. Durante la consiguiente saqueo e incendio, murieron cerca de ochenta mil personas. Veinte días después, derrotarían un ejército mandado por el visir de Egipto en Ascalón, con lo que la Primera Cruzada se da formalmente por terminada. Godofredo de Bouillon será el primer rey de Jerusalén. Entre Antioquía y Jerusalén también se crearía el condado de Tripoli, al cargo de Raimundo de Saint Giles.

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