miércoles, 5 de octubre de 2011

GITANOS


Dice el historiador George Borrow que "quizás no haya un país en el que se hayan hecho más leyes con miras de suprimir y extinguir el nombre, la raza y el modo de vivir de los gitanos como en España". 
Un conjunto de leyes, disposiciones reales y decretos que inauguran los Reyes Católicos con una pragmática fechada en Medina del Campo en 1499, que dice: "Mandamos a los egipcianos que andan vagando por nuestros reinos y señoríos con sus mujeres e hijos, que del día que esta ley fuera notificada y pregonada en nuestra corte, y en las villas, lugares y ciudades que son cabeza de partido hasta sesenta días siguientes, cada uno de ellos viva por oficios conocidos, que mejor supieran aprovecharse, estando atada en lugares donde acordasen asentar o tomar vivienda de señores a quien sirvan, y los den lo hubiese menester y no anden más juntos vagando por nuestros reinos como lo facen, o dentro de otros sesenta días primeros siguientes, salgan de nuestros reinos y no vuelvan a ellos en manera alguna, so pena de que si en ellos fueren hallados o tomados sin oficios o sin señores juntos, pasados los dichos días, que den a cada uno cien azotes por la primera vez, y los destierren perpetuamente destos reinos; y por la segunda vez, que les corten las orejas, y estén sesenta días en las cadenas, y los tornen a desterrar, como dicho es, y por la tercera vez, que sean cautivos de los que los tomasen por toda la vida". 
(Isabel y Fernando, Medina del Campo, 1499, recogido en la Novísima Recopilación, Libro XII, título XVI). 
Los llamados Reyes Católicos ponen a los gitanos entre la espada y la pared, al querer una sola lengua y una sola religión. Ello propiciará la expulsión de los judíos y persecución tanto de los árabes como de los gitanos, a los cuales obligaban a convertirse al catolicismo y a quedarse fijos en un lugar, es decir, a renunciar al preciado tesoro de la libertad.
 Los Reyes Católicos negaron la libertad de este pueblo y con ello sus oficios, todas sus costumbres, música, danza, trabajo y lengua. Se les prohibió su forma de vestir y hasta procrear.
            La pérdida de libertad fue tal que se llegó a prohibirles salir a más de media legua del pueblo donde habitasen; el que no respetase las órdenes a la primera vez se le cortaban las orejas y si reincidían lo llevaban a galeras o a la horca. A los niños los apartaban de sus madres al destetarlos y les metían en hospicios, con la finalidad de cuidarlos hasta los 8/10 años, que eran puestos a servir como esclavos para señores –por la comida y un vestido por año-.
            Cuando los niños, en genérico, tenían 15 o 16 años, edad que era considerada como peligrosa, se les enviaba por separado; a las chicas al continente americano, donde se casarían con indígenas. Así, anulado el contacto sexual entre esta raza se pretendía exterminar al colectivo gitano. En los colegios, a su vez, se prohibía su lengua, al mismo tiempo que se castigaba a todo aquel que utilizase la palabra gitano y/o vistiese como ellos.
            Esta realidad dura ya quinientos años. Años de persecución, maltrato y genocidio, sin ningún derecho o fuerza que les amparase o protegiese como grupo social. Por citar a algunos de los que hostigaban la caza de gitanos podemos nombrar como destacados: Cienfuegos, Campomanes y Valiente.
            Los gitanos, al verse indefensos y saberse perseguidos, se escondían donde podían y donde se les daba refugio; se trataba o bien de personas que se apiadaban de ellos y/o frailes que les ocultaban en las celdas de sus conventos, donde los perseguidores no podían entrar, al no contar con un permiso del gobernador. Pero estos tres hombres, antes citados, se van a erigir o nombrar a ellos mismos como gobernadores, en tanto contaban con el apoyo de las cortes para hacer y deshacer; estos “inquisidores”, a su vez, mandaban a hombres con permisos especiales para poder entrar a los conventos y sacar a los pobres gitanos –en su mayoría ancianos, mujeres y niños- de donde se encontraran. Muertos de miedo eran sacados y, muchas veces, les mataban sin miramiento y “mirando por la economía!- a los niños les cogían por las piernas y les golpeaban contra las rocas y contra los árboles, para no gastar munición.
En el siglo XX se sigue sin aceptar al grupo social gitano. La exterminación no existe, pero su persecución está reciente. Así, en tiempos del franquismo los gitanos tenían que vivir como aquellos que huyen de la justicia, semiescondidos porque nada más verles la guardia civil, sin apenas pedirles papeles y sin escucharles, les echaban; llegaban a otro sitio y les volvían a echar y así, sucesivamente, de un lado para el otro.
Gran Redada

La Gran Redada, también conocida como Prisión general de gitanos, fue una persecución autorizada por el rey de España Fernando VI, y organizada en secreto por el Marqués de la Ensenada, que se inició de manera sincronizada en todo el territorio español el miércoles 30 de julio de 1749 con el objetivo declarado de arrestar, y finalmente «extinguir», a todos los gitanos del reino.
Antecedentes
El acontecimiento, hoy casi olvidado y escasamente estudiado por los historiadores, resulta relativamente insólito, aún teniendo en cuenta que las tensas relaciones de la Corona, y del poder en general, con la comunidad gitana ya habían generado anteriormente episodios de discriminación o persecución relativamente importantes.
El hecho de que el nuncio Don Enríque Enríquez permitiera, mediante decreto, que fueran los obispos de cada diócesis los que decidieran en casos de asilo eclesiástico —y no él mismo, tal y como le había delegado el propio Papa—, permitió un control más directo sobre la población por parte del Estado Absoluto. Al mismo tiempo, la reciente Guerra de Sucesión había provocado que los campos se llenaran de delincuentes, que se sumaron a la llegada y permanencia de tropas mercenarias que veían mermada su movilidad por causa de la inseguridad ciudadana, que se atribuyó a los gitanos.
Una normativa anterior, de 1717, había fijado la residencia forzosa de los gitanos en un número muy determinado de ciudades y poblaciones —un total de 75— con objeto de sedentarizarlos y asimilarlos. De hecho, en el momento de la organización y ejecución del plan, la capital, Madrid, estaba llena de gitanos en espera de reasentamiento, pues los procesos burocráticos eran lentos, lo que provocó las quejas del propio monarca, que ordenó apurar los trámites para expedir cuanto antes a los gitanos ambulantes a su destino y asegurar así su localización posterior. Eso permitió conocer con exactitud el paradero de 881 familias gitanas, siendo una de las claves de la eficacia de la operación.
Los planes fueron iniciados por Vázquez Tablada y continuados y ejecutados por el Marqués de la Ensenada cuando aquél cayó en desgracia, si bien ideas parecidas habían sido ya sugeridas en décadas anteriores, sin llegar a materializarse.
 El plan
La organización se llevó a cabo en secreto, y dentro del ámbito de la secretaría de Guerra. Esta institución del Estado absolutista preparó minuciosas instrucciones para cada ciudad, que debían ser entregadas al corregidor por un oficial del ejército enviado al efecto. La orden era abrir esas instrucciones en un día determinado, estando presente el corregidor y el oficial, para lograr la simultaneidad de la operación. También se prepararon instrucciones específicas para cada oficial, que se haría cargo de las tropas que debían llevar a cabo el arresto. Ni el oficial ni las tropas conocían hasta el último momento el objetivo de su misión. Ambas órdenes iban introducidas en un sobre, al que se añadió una copia del decreto del nuncio (antes mencionado) e instrucciones para los obispos de cada diócesis. Esos sobres se remitieron a los Capitanes Generales (previamente informados), que escogieron a las tropas en función de la ciudad a la que debían dirigirse.
Las instrucciones estipulaban que tras abrir los sobres se mantendría una breve reunión de coordinación del ejército y las fuerzas de orden público locales (alguaciles, etc.). Se sabe que en Carmona, por ejemplo, se estudió la operación sobre el plano de la ciudad, cortando las calles para evitar una posible huida. Tras los arrestos, se cruzaron los datos de los detenidos con los del censo de la ciudad, y se interrogó a los detenidos sobre el paradero de los ausentes, que fueron arrestados mediante requisitoria a los pocos días.
Tras el arresto, los gitanos deberían ser separados en dos grupos: todos los hombres mayores de siete años en uno, y las mujeres y los menores de siete años en otro. A continuación, y según el plan, los primeros serían enviados a trabajos forzados en los arsenales de la Marina, y las segundas ingresadas en cárceles o fábricas.2 Los arsenales elegidos fueron los de Cartagena, La Coruña y Ferrol, y más tarde las minas de Almadén, Cádiz y Alicante y algunas penitenciarías del norte de África. Para las mujeres y los niños se escogieron las provincias de Málaga, Valencia y Zaragoza.3 Las mujeres tejerían, y los niños trabajarían en las fábricas, mientras los hombres trabajarían en los arsenales, necesitados de una intensa reforma para posibilitar la modernización de la flota española, toda vez que las galeras habían sido abolidas en 1748.4 La separación de las familias (con el evidente objetivo de impedir nuevos nacimientos) fue uno de los rasgos más crueles de la persecución.
El traslado sería inmediato, y no se detendría hasta llegar al destino, quedando todo enfermo bajo vigilancia militar mientras se recuperaba, para así no retrasar al grupo. La operación se financiaría con los bienes de los detenidos, que serían inmediatamente confiscados y subastados para pagar la manutención durante el traslado, el alquiler de carretas y barcos para el viaje y cualquier otro gasto que se produjera. Las instrucciones, muy puntillosas en ese sentido, establecían que —de no bastar ese dinero— el propio Rey correría con los gastos.
 La puesta en práctica
La operación supuso la detención de 9.000 a 12.000 gitanos, lo que causó problemas de ubicación, que fueron solventados sobre la marcha. En cada lugar los hechos se desarrollaron de manera particular. En Sevilla, uno de los lugares más densamente poblados de gitanos de toda España (130 familias), se creó un cierto estado de alarma cuando se ordenó cerrar las puertas de la ciudad y los habitantes se enteraron de que el ejército rodeaba la población. La recogida de los gitanos dio lugar a disturbios que se saldaron con al menos tres fugitivos muertos. En otros lugares, los propios gitanos se presentaron voluntariamente ante los corregidores, creyendo tal vez que acudían a resolver algún asunto relacionado con su reciente reasentamiento.
La meticulosa organización de los arrestos contrasta con la imprevisión y el caos en que se convirtió el traslado y el alojamiento, sobre todo en las etapas intermedias de los viajes. Se reunió a los gitanos en castillos y alcazabas, e incluso se vaciaron y cercaron barrios de algunas ciudades para alojar a los deportados (por ejemplo, en Málaga). Ya en su destino, las condiciones de hacinamiento resultaron ser especialmente terribles, pues por lo general incluían el uso de grilletes.
Según la documentación conservada, la actitud de los no gitanos fue variable. Desde la colaboración y la denuncia hasta la petición de misericordia al Rey por parte de ciudadanos «respetables» (en el caso de Sevilla), lo que es una muestra del variado grado de integración que tenía la población gitana de entonces.
La vaguedad de la definición de «gitano»
En las instrucciones enviadas no se mencionaba a los «gitanos»: la palabra estaba prohibida por pragmáticas anteriores, en virtud de los ideales unificadores de la Ilustración. La pragmática básicamente describía sus actividades. Eso permitiría a algunos corregidores ordenar que no se molestara a determinada familia por estar arraigados en el vecindario y tener oficio conocido. Así mismo, no se detuvo a las mujeres gitanas casadas con un no gitano (si bien hubo excepciones), apelándose al fuero del marido, lo que implicaba que los gitanos casados con no gitanas sí serían deportados junto con sus mujeres e hijos. Se dispuso la horca para los fugados, si bien parece que las autoridades locales se negaron a cumplir esa orden, en parte por las decisiones de revisión de casos que veremos a continuación, en parte por considerarla injustificada.
Comienzan los recursos
El 7 de septiembre de 1749, ya muy avanzada la operación, tiene lugar una reunión del Marqués de la Ensenada con sus consejeros, en la que el Marqués declara:
Falta lo principal, que es darles destino con que se impidan tantos daños y extinga si es posible esta generación.5
En la reunión se baraja la deportación final a América, su dispersión por los presidios o su empleo en las obras públicas. Pese a esto, sin embargo, pronto lloverán los recursos y pleitos que desbaratarán parte del plan.
Como se ha dicho, no existía una noción clara y determinante de quién era gitano y quién no, de manera que muchos gitanos asentados desde hacía generaciones vieron revisados sus casos, en ocasiones por iniciativa propia, otras veces al ser defendidos por sus vecinos, y en la mayoría mediante procedimientos secretos, caso por caso, con el fin de comprobar su grado de integración.
Según Teresa San Román, en realidad lo que ocurrió fue que los consejeros del Rey descubrieron que los gitanos arrestados (los sedentarizados) eran los más valiosos para las economías locales, mientras que los más peligrosos, a sus ojos, continuaban sueltos. En octubre el gobierno presenta una nueva orden con más especificaciones, tratando de hacer entender que estaba deteniéndose a los gitanos equivocados. Eso explicaría que todavía en 1751 y 1755 hubiera partidas de detenidos enviados a las cárceles, y al mismo tiempo se liberaban otros. En general, la confusión posterior fue total, pues se detiene a los gitanos en un sitio, y se les suelta en otros (por petición de los vecinos y procedimientos secretos). Esta situación habría provocado, según la autora, la ruptura traumática de los vínculos entre "castellanos" y gitanos, especialmente desde la perspectiva de estos últimos, que vieron traicionados sus esfuerzos de integración.6
El personal militar encargado de custodiar a los arrestados apremió tales procedimientos, pues en realidad los gitanos detenidos creaban quebraderos de cabeza a sus carceleros y apenas servían para los trabajos de los arsenales. Esto permitió la paulatina liberación de muchos presos, si bien en un ambiente de caos (donde la similitud de apellidos y nombres dio lugar a diversas confusiones). A eso se sumó el hecho de que los liberados debían recuperar sus bienes ahora subastados, lo que convirtió el proceso en un problema jurídico para muchas localidades. Por otro lado, la liberación de parte del contingente dividió a los gitanos en dos grupos: los «buenos» y los «malos». Se desconoce la proporción existente entre uno y otro tipo.
Aquellos que quedaban presos se resignaron o se resistieron, y hubo intentos de evasión. A los cuatro años de internamiento, muchos gitanos volvieron a reclamar libertad, amparándose en que esa era la pena para los vagabundos, normalmente sin obtener por ello la libertad. Se sabe7 que en 1754, cinco años después de la redada, había 470 mujeres sólo en Valencia y 281 hombres en Cartagena. Entre tanto, las liberaciones se acompañaban de nuevas detenciones.
Básicamente, el asunto se fue dilatando en Madrid, pese a las protestas de los militares que se quejaban del coste económico que suponía tener a su cargo a los prisioneros, o de los vecinos y corregidores. Desde la Corte se dieron instrucciones taxativas para que no se admitieran más recursos ni liberaciones. Pese a todo, algunos arsenales, por su cuenta, e irregularmente, pusieron en libertad a varios contingentes en 1762 y 1763. Estos sucesos, y el revuelo que causaría entre los mandos del ejército, provocaron el indulto final.
El indulto
En 1763 se notificó a los gitanos, por orden del Rey (en este caso, Carlos III), que iban a ser puestos en libertad. Pero la compleja administración absolutista debía primero resolver el problema de su reubicación. Además, los consejeros del Rey decidieron que, junto al indulto, debería reformarse de nuevo toda la legislación sobre los gitanos. Esto supuso un atasco burocrático de dos años más, para desesperación de los gitanos presos (que no cesaron de reclamar la libertad8 ) e inquietud de los militares, hasta tal punto que el Rey ordenó acelerar los trámites y dio órdenes de finalizar el asunto. El 6 de julio de 1765, dieciséis años después de la redada, la secretaría de Marina emite orden de liberar a todos los presos, orden que hacia mediados de mes ya se habría cumplido en todo el reino. Se sabe, sin embargo, que todavía en 1783, treinta y cuatro años después de la redada, estaban siendo liberados algunos gitanos de Cádiz y Ferrol.6
Cuando en 1772 se sometió a deliberación una nueva legislación sobre gitanos, en el preámbulo se menciona la redada de 1749. Carlos III solicitará que sea retirada esa mención, pues «hace poco honor a la memoria de mi hermano»9 (refiriéndose a Fernando VI).




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